Recuerdo una vez, de pequeña en el que el teléfono sonó por la mañana, un poco demasiado pronto. Estaba en la cama de mi madre, como casi siempre. Pregunté qué pasaba. "La abuela". No dijo nada más, no pregunté nada más. Me dio un beso, me arropó y yo debería haberme dormido un rato más, pero por alguna extraña razón, no lo hice. Ella se quedó sentada.
Un rato después, mi abuela apareció por la puerta, cómo cada mañana. No entendí nada. Creía que había llamado para decir que hoy no podría llevarme al colegio.
Mis recuerdos a partir de ahí son difusos. El que había llamado era mi tío, para decir que mi otra abuela había muerto esa noche.
Era mi primer contacto cercano con la muerte. El descubrimiento de que las personas a las que tu quieres, y con las que compartes tus rutinas, mueren.
Recuerdo el abrazo de mi madre. Un abrazo más largo que fuerte del que intenté zafarme, pero en el que me retuvo hasta que la rabia y la incredulidad dejaron paso al dolor.Todavía hoy no se si ese abrazó me sirvió más a mi o a ella.
El tiempo pasa y aprendes a recibir llamadas. A veces incluso eres tu quién tiene que hacerlas. Y con cada una de esas llamadas entiendes un poco más la necesidad de ese abrazo, que no soluciona nada, que no mitiga el dolor, pero que es lo único realmente sincero que puede hacerse cuando no puede hacerse nada.
Para mi querido amigo S., que hoy necesitará abrazos.